Es la segunda vez que lo veo y en el mismo entorno, en la librería Letras Corsarias de Salamanca. Dice que le gusta mucho, que el azul de las paredes le transmite buenas vibraciones y que la ciudad, castellana y rara, también le gusta: tanta monumentalidad se mezcla con gente que no para de ir y venir, siempre hay movimiento y parece que lo percibe en cuanto se baja del tren.
Antes de comenzar la presentación atiende pacientemente a todos lo que se le acercan y ya firma los primeros libros, con calma, pensando muy bien lo que va a dedicar a cada uno: nada de un “para ti, de tu amigo”, sino un texto, personal y personalizado. Se agradece mucho.
Viene para presentar su nueva novela, Un perro, y lo primero que hace es asegurarse de que todos podamos verlo bien, así que decide cambiar el sofá por un taburete. Alejandro Palomas dice que es difícil entrevistarle porque es poco obediente pero, disciplinas aparte, solo necesita que le digan una palabra para abrir su corazón y contarlo todo, sin complejos, sin vergüenza, como si estuviera rodeado de amigos. Afirma que en esta novela regresan todos los personajes de Una madre porque en realidad nunca se fueron y porque no quiere que se marchen: por suerte para todos los que le leemos parece que Amalia todavía tiene mucho que decir.
Odia la palabra “planificar” y no puede aplicarla a su método de escritura porque, según él, perdería frescura, y eso es lo que caracteriza las novelas de Palomas. Su manera de escribir tiene todo que ver con su manera de ser, vuelca en cada palabra lo que siente y cómo se siente, lo que en más de una ocasión le ha llevado a rehacer páginas enteras. Dice que el día que deje de sorprenderse a sí mismo también dejará de escribir. Ojalá la sorpresa lo acompañe siempre.
Esta novela trata sobre las relaciones humanas, como todas sus novelas, pero en este caso ya conocemos a la familia, ya forma parte de nosotros. No hay presentaciones de los personajes porque es imposible que los hayamos olvidado y, a pesar de que la acción sucede en una tarde-noche, los recuerdos y los relámpagos son los que nos mueven y nos conmueven hacia donde él quiere: sube al lector a una especie de montaña rusa en la que tan pronto hay que parar de leer por las carcajadas que provocan las ocurrencias de Amalia, como le acerca a una bajada a los infiernos. Pero sin entrar ahí. Siempre sabe rescatarte a tiempo. Es asombroso el modo en que maneja los sentimientos.
Confiesa que muchas de las situaciones que comparten Fer y R son reales, le han ocurrido a él con Rulfo; pero aunque sean dramáticas, logra transmitir optimismo, cuando escribe y cuando habla. De hecho, la tarde del viernes fue una sesión de risoterapia en toda regla: consiguió que las sonrisas tímidas del principio de convirtieran en risas sonoras y creó un clima de complicidad que hizo que el tiempo que nos unía, como en otra de sus novelas, pasara volando. Hubo miles de anécdotas sobre la creación del libro: los tiempos que apremiaban, la portada del libro y esos peces que no entendía, el calor del mes de julio, su coche aparcado bajo una higuera buscando la sombra para escribir, e incluso un breve paso por las urgencias hospitalarias. Todo quedó en un susto, pero la novela también lleva esa cicatriz.
Finalmente se abrió el turno de preguntas, y ahí nos contó que su madre ha leído tres de sus novelas y que sospecha que es la manera que tiene Alejandro de contarle lo que le pasa a él y también a sus hermanas. También nos habló de la figura de su padre, de su presencia ausente a la que no va a dedicar palabras porque todos sus lectores entendemos su relación o la falta de ella; y de lo que tiene ahora entre manos: más Amalia. Dice que es difícil despedirse de ella, que es como una pareja con la que quieres terminar pero que, sin saber muy bien cómo, acabas viviendo con ella. Creo que hubo unanimidad en la alegría.
Amenazó con volver muy pronto. Ojalá lo cumpla.
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